La democracia y las palabras

Por Pedro Pesatti

General03/06/2025FabioFabio
CABILDO

Desde 1983, la Argentina transita el período más prolongado de vigencia constitucional en toda su historia. Este hecho, que suele ocupar un lugar marginal en el debate público, representa, sin embargo, una de las transformaciones más profundas del país desde su organización nacional. En más de cuatro décadas, no ha habido proscripciones, fraudes electorales ni interrupciones del orden institucional. Ningún militar ha tomado el poder. Ningún dirigente ha debido exiliarse por razones ideológicas. Ninguna elección fue interrumpida o adulterada. Esa regularidad, sin duda imperfecta, constituye una anomalía positiva en el marco de una historia política marcada por la inestabilidad y la violencia.

Por primera vez desde 1853, la Constitución Nacional ha regido de forma continua durante más de cuarenta años. La alternancia entre gobiernos de signo ideológico opuesto se ha producido en un marco de legalidad, sin quebrantos institucionales. A diferencia de lo ocurrido en casi todo el siglo XX, el poder no ha sido disputado por la fuerza, sino administrado por medio de reglas previamente acordadas. Este dato, muchas veces oscurecido por el deterioro económico o por el descrédito de la dirigencia, es políticamente central.

La historia argentina ofrece un inventario extenso y doloroso de interrupciones violentas del orden constitucional: golpes de Estado, proscripciones, asesinatos políticos, exilios forzados, detenciones arbitrarias y exterminios sistemáticos. Incluso los períodos de aparente normalidad electoral —como el inaugurado por la Ley Sáenz Peña— estuvieron precedidos por una pseudo-democracia dominada por prácticas oligárquicas, cuyos vicios reaparecieron tras el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen y se institucionalizaron durante la llamada “década infame”, marcada por el fraude electoral como norma.

El bombardeo a Plaza de Mayo en junio de 1955, ocurrido hace apenas 70 años —y ese “apenas” adquiere todo su peso desde la perspectiva histórica—, dejó más de 300 muertos e inauguró una etapa en la que la aniquilación física del adversario pasó a reemplazar a la disputa electoral. Así, la violencia como gramática del poder definió gran parte del siglo XX argentino, y encontró su expresión más siniestra en la última dictadura cívico-militar y el genocidio.

Sin embargo, y felizmente, desde 1983 esa lógica fue desarticulada. No por generación espontánea, sino por una decisión política que construyó consensos básicos: la democracia como único régimen legítimo, los derechos humanos como horizonte ético y la Constitución como contrato fundacional. Esa matriz —producto del trauma autoritario y del aprendizaje que implicó— logró estabilizar el sistema institucional, incluso en contextos de crisis económica, polarización social o fragmentación del poder.

Es cierto que esta etapa democrática no ha resuelto los grandes problemas estructurales del país: la desigualdad, la pobreza, la informalidad económica, la regresividad fiscal, el colapso educativo. Pero ha garantizado un marco de libertades, ha desactivado la violencia política y ha permitido, por primera vez, la coexistencia pacífica de diferencias ideológicas en un régimen sin exclusiones.

Lo alcanzado no es una democracia ideal, pero sí una democracia estable. Esa estabilidad —modesta, frágil, constantemente amenazada— es el principal capital político acumulado por la Argentina en las últimas cuatro décadas. Preservarla exige comprenderla en su dimensión histórica y defenderla en su expresión más concreta, porque es la base para el desarrollo de las naciones, como lo demuestra la experiencia de los países que lograron los mayores grados de evolución en el mundo occidental.

En este presente crispado, donde el lenguaje público se degrada hasta transformarse en herramienta de agresión sistemática, esa defensa adquiere una urgencia renovada. La violencia verbal, legitimada por sectores del poder y amplificada por las redes, ya no es solo un síntoma del malestar, sino un dispositivo de demolición del orden democrático.

Cuando la palabra pierde su función de mediación, el antagonismo reemplaza al diálogo y el adversario se convierte en enemigo. En ese clima, la deshumanización deja de ser retórica para convertirse en justificación del daño. La Argentina ya recorrió ese camino: lo hizo cuando transformó la política en exterminio, cuando sustituyó la competencia electoral por la eliminación física del otro.

Por consiguiente, lo que se ha logrado desde 1983 no debe ser medido solo por sus déficits, sino por aquello que ha logrado excluir del repertorio de lo posible: el crimen como argumento político, la constante que dominó la historia argentina antes de este período del que somos contemporáneos.

En consecuencia, el acto de mayor responsabilidad institucional en este tiempo es cuidar el lenguaje con sensatez y urgencia, antes de que vuelva a convertirse en la antesala del espanto. Porque toda violencia que derrama sangre comienza, inevitablemente, cuando las palabras se van de madre.

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